A lo
largo de mi corta vida he recorrido miles de kilómetros, yendo de un lado a
otro, escapando de la frialdad que de cuando en cuando me acecha. Quisiera
quedarme y enfrentarme pero simplemente no puedo, tengo que huir, buscar un
horizonte donde sí brille el sol.
En uno
de mis tantos recorridos encontré algo que me hizo querer regresar cada vez que
pudiera. En una tarde de otoño, cuando ya andaba sin rumbo me encontré con unos
ojos, claros y brillantes que lo decían todo sin necesidad de palabras. No supe
nada, simplemente me quede colgada a su mirada sin sentir que el tiempo pasaba
o que el viento soplara. No importaba que esta fuera ser la primera y la última
vez que lo viera, estar ahí pegada a la ventana, sintiendo como mi cuerpo se
llenaba de esa luz que irradiaba de sus ojos ya tenía un precio invaluable.
De
repente un golpe, un pequeño temblor, todo se nublo. Me sentí perdida, deje de
sentir esa luz y me vi en el piso a punto de ser aplastada. No supe como, quizá
mi instinto de supervivencia, me quite de ahí, en mi intento por escapar sentí
que volaba más rápido de lo que podía imaginar y cuando me detuve a pensar me
di cuenta que lo había perdido, así sin más.
De ahí
en adelante todo fue un ir y regresar en busca de esos ojos, en busca de
sentirme llena de esa luz una vez más pero desde entonces mi búsqueda ha sido
en vano. Con el paso del tiempo no solo se ha ido su mirada, también se fue la
mesa en la que estaba sentado, incluso se ha ido la ventana en donde me quede
recargada. Solo conservo el recuerdo de lo que fue mi momento más romántico.
Ahora mi
vuelo de invierno lleva una esperanza, a veces las fuerzas me fallan pero el
anhelo de esa luz me hace volver a desplegar mis alas, seguir con el camino no
solo para sobrevivir si no para descubrir que soy algo más que una mariposa
monarca.